Juan Vallet de Goytisolo / + 25 DE JUNIO DE 2011




Juan Vallet de Goytisolo, príncipe de los juristas hispanos de la segunda mitad del siglo XX, ha fallecido en Madrid el pasado 25 de junio a los noventa y cuatro años de edad. Francisco Elías de Tejada, coetáneo suyo, pero malogrado en plena madurez hace más de seis lustros, escribió de él que era maestro en técnica, ciencia y filosofía del derecho. Jurisconsulto total. Lo que es mucho decir. Aunque, en este caso, de estricta justicia.

Vallet, notario ejemplar desde principios de los años cuarenta hasta bien entrados los ochenta, en profesión ejercida sacerdotalmente, por extraño que pueda parecer hoy a algunos con el mudar de los tiempos y, por qué no también, la sempiterna envidia. Notario, que es lo mismo que decir hombre de buena fe, ya que —en sus palabras— “la buena fe ha de sentirse, pues la imposición no creída se derrumba rápidamente”. Vallet, luego convertido en abogado, desde su jubilación a los setenta años, por casi veinte más, informando con jovialidad de espíritu ante la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo y resolviendo en equidad o según ley, pero siempre en derecho, arbitrajes delicados. Vallet, también tratadista, sin abdicar de su condición de jurista práctico, y con precoz madurez, en los mismos años cuarenta, en variadas materias del derecho civil, y singularmente del derecho sucesorio, en el que ha dejado —en opinión de algunos de sus máximos cultores en la cátedra— “una contribución impar”.

En todo momento, sin embargo, no simple técnico que aplica leyes, ni siquiera científico que las integra en un sistema, sino jurisprudente que —en la inmortal definición de Ulpiano— ejercita el arte de lo justo, discerniéndolo de lo injusto, valiéndose del conocimiento de las cosas divinas y humanas. Por ahí, pronto había de acceder a la filosofía, y —de nuevo en palabras prestadas del Digesto— a la verdadera, no a la aparente. Principalmente a la filosofía práctica, jurídico-política, es cierto, pero no sin incursiones en la teorética, metafísico-gnoseológica. Así, su obra escrita de los últimos veinte años se contrajo en especial a este quehacer, en su vertiente de metodología jurídica, objetivada en varios miles de páginas, cuyo mayor valor —como quiera que sea— no se mensura según el sistema métrico decimal.

En tal sentido, quizá haya sido Vallet uno de los más conspicuos conocedores del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, contándose entre los fundadores de la sociedad internacional que se acoge a su patrocinio y habiendo sido presidente durante algunos años de su sección española. También, académico, y doblemente, lo que es menos frecuente aún: de la Real de Jurisprudencia y Legislación, desde 1963, de la que fue secretario general y presidente; y de la Real de Ciencias Morales y Políticas, desde 1986, reconocimiento tardío —escribí entonces en ABC— del valor de su obra filosófica, política y social. Era al morir el académico más antiguo de la primera, en la acepción latina de antigüedad evocada por uno de sus compañeros en la Corporación: antiquior ei fuit laus quam regnum, es decir, siempre dio preferencia al cumplimiento del deber que a la extensión de su poder. Esa es la clave de su escuela, que se funda en la amistosa búsqueda en común de la verdad, algo inédito e incluso inaudito entre las banderías (¿jaurías?) que campean en nuestra Universidad.

Generoso no sólo con el disponer de sus saberes, desde finales de los cincuenta acometió, de la mano del inolvidable Eugenio Vegas Latapie, mayor que él diez años y un día, una obra de apostolado intelectual que llega hasta el presente: la revista Verbo y los amigos de la Ciudad Católica. A ellas consagró —y no es casual o retórico el término— también partes de su tiempo y hacienda. En ellas tuve la gracia de tratarle, no una vez, sino varias por semana. Desde hace más de treinta años. Y hasta el final, pues raro era el día en que no habláramos por teléfono sobre la preparación de los números de la revista y de la “acción cultural según el derecho natural y cristiano” que está en su base. Cincuenta años de promoción de la doctrina social y política de la Iglesia, siempre con docilidad a su magisterio perenne, a menudo pese a sus tomas de posición contingentes, con frecuencia por ello —tras el II Concilio Vaticano— en soledad apenas acompañada. Verbo y la Ciudad Católica, son, en este sentido, una de las principales obras del pensamiento tradicional español y aun hispano. Un tradicionalismo que, hoy igual que ayer, considera —según dejó escrito un notable historiador y filósofo social en los años cuarenta— cómo la estabilidad de las existencias crea el arraigo, origen de dulces sentimientos y sanas costumbres que cristalizan en saludables instituciones, las cuales, a su vez, conservan y afianzan las buenas costumbres. Arraigo existencial, buenas costumbres, instituciones edificantes... Quizá parezcan un pensamiento y un lenguaje periclitados. Pero, si se piensa serenamente un instante, es posible que haya de concluirse que son el único lenguaje y pensamiento posibles. El Reinado social de Jesucristo no es una simple opción. Cada vez menos. Napoleón III dijo en una ocasión que no había llegado el tiempo de que Jesucristo reinara. Y hubo de escuchar la réplica del Cardenal Pie de que entonces no era aún momento de que los gobiernos duraran. Hoy quizá se perciba en la frase un eco singularmente profético. Por eso, la Ciudad Católica, con distintos tonos y acentos, aunque centrada en la concreción de la sociabilidad natural del hombre en cuerpos intermedios, reglada por el principio de subsidiariedad, no se ha movido un milímetro de la tesis del Estado católico. Por más que le acechen las hipótesis, ayer modernas, hoy postmodernas, de quienes siempre están ágiles en replegarse a la trinchera demócrata-cristiana del propagar e influir. Descanse en paz el amigo y maestro constante.


Miguel Ayuso